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Don Elocuente y Don Silencio

Nadie sabía muy bien porqué, pero Don Elocuente apareció un buen día... apareció... callado. Y así seguiría para siempre.

Don Elocuente y Don Silencio tenían una nobilísima relación.

Don Silencio, tan comedido, tan reflexivo, tan silencioso y tan espiritual era el perfecto sumidero del torbellino de curiosidades desbordantes de las que Don Elocuente podía hablar.

Don Elocuente, tan curioso, tan parcial, tan observador y tan amigo de cada pequeño detalle del más mínimo paseo, comentaba entusiasmado cada descubrimiento, cada opinión o cada idea que se le ocurría.

Don Silencio, tan cerca de lo espiritual que ya no parecía humano, era el amigo por excelencia de una persona fuente de inquietudes, como era Don Elocuente.

Don Elocuente, tan charlatán en definitiva, era una gran fuente de conocimiento para Don Silencio, que observaba y absorbía y jamás se pronunciaba.

Vivían juntos cerca del cielo, quizá porque allí es donde se produce la fusión de las almas complementarias. Y despertaban por las mañanas, como hace todo el mundo, con los primeros rayos con la forma de la rendija de la persiana. Y soñaban, como todo el mundo también, con aquella idealidad a las que unos llamaban amor, otros llamaban Dios y, los más sabios, nunca se atrevieron a nombrar.

Y ante esta perfección extrema de comunión carnal y espiritual eran pocos los que se atrevían a juzgar o intentar dañar aquel equilibrio.

Así que el final llegó desde dentro. No era un día lluvioso ni hacía frío. No había humedad ni pájaros de mal agüero. No había gatos negros ni gitanas aireando males de ojo. Era, simplemente, un día.

Don Silencio le habló. Le habló por primera vez y le dijo:

- Don Elocuente, se acabó.

Mario frente al Mar

Se bajó de aquel coche y lo miró otra vez. Era una coraza. De nuevo, pertenecía a su imagen, como todo lo que venía repasando.
"Decía mi marido que el taxi era como una prolongación de su polla", recordó el diálogo de una película. ¿Sería acaso también aquel cochazo un intento de potenciar su virilidad? Y en el caso de potenciarla, ¿potenciarla ante qué o quién?...

Sin nombre. A Mario le gustaba que le llamasen Mar desde que tenía 18 años. Mar era un alejamiento de todo aquello que había detectado de frágil en Mario. Sonaba a nombre de chica, con lo cual podía despacharse con un interesante "es una larga historia" cuando los demás preguntaban. Su voz varonil acababa con todo resquicio de duda. Mar era un hombre. Un hombre... de verdad. Cambiarse de nombre, por muy cutre-snob que sonara éste, le permitía empezar a construir la maraña de personalidades que ocultaban quien realmente era. Ante todo, su imagen era la de un tío interesante.

Sin afecto. Ser el más guapo durante su infancia, su sonrisa perfecta durante su adolescencia y un poco más le abrían las puertas de, al menos, esperar que la gente se parara a hablar con él. Inquisitivamente la introducía como arma para el desarme en cualquier conversación. Sus diálogos pomposos y llenos de adverbios aquí y allá colocados y una seguridad pasmosa en un discurso vacío le valían el ser escuchado. Todo funcionaría mientras nadie supiera quién era realmente.

Sin seguridad. Pero el mejor cartón piedra se agrieta con la lluvia y, aquella fastuosidad rimbombante de favorecida genética empezaba a desquebrajarse. Y los ojos y la sonrisa quedaban, pero las pequeñas arrugas comenzaban a fragmentar tan bella vidriera. ¡Qué sería de él sin su imagen! Los 33 eran ya el momento de empezar a plantearse que aquellas derroteras sólo podían llevar a la construcción de un nuevo Él. Tendría que ser un madurito interesante que se cuida, al menos. El coche aún le servía. El discurso adverbial era aún pronunciable, quizá adornándolo con alguna noticia cazada al vuelo del informativo matinal...

Sin experiencia. Y con 33 años seguía estudiando y trabajando para aquel periodicucho de tres al cuarto. Cuando los demás le preguntaban que porque no había acabado la carrera, eludía el tema, cuando podía, o se llenaba la boca sobre las cosas interesantes que fingía hacer para construirse un brillante futuro. Solía decir que algún día él daría la campanada.

Sin verdades. Pero la gente le iba conociendo poco a poco. Mar les empezaba a sonar a nombre ridículo y las personalidades iban cayendo como fichas de dominó. Cuando la empatía de alguno de sus amigos o conocidos escarbaba un poco más allá de aquella enredadera de falacias se iba descubriendo a Mario. Un Mario sólo, asustado, inexperto e inseguro.

Sin contención. Y aquel amago de investigación sin maldad alguna de sus amigos le hacía rebotar contra ellos y apartarlos. O llamar estruendosamente la atención vociferando, acelerando su coche, demostrando qué él era un gran hombre que había que tener en cuenta.

Sin solución. Y concentrado en su próxima imagen, en el que sería a partir de ahora, volvió a verse en el espejo y sintió asco de aquel hombrecillo escondido y al que nunca había dejado brotar. Sintió asco de lo que era en realidad y pensó que era el momento de matar para siempre a Mario.

Y fue una pena, pues en un universo paralelo, hay una persona sincera, divertida, despreocupada y amigo de sus amigos, que se hace llamar Mario y que nunca se preocupó por ahogarse en un Mar de apariencias.

Jodido y malako inerte

Corre, corre, corre...

La música cruje y los cantautores que se odian
ya no saben con qué rosas llenar los jarrones.

Vuelve, vuelve, vuelve...

Que no quiero terminar
sin siquiera haber sabido empezar.

Siente, siente, siente...

Tu piel se enrojece al frotarse con mi barba,
pero la calmaré a besos.

Vive, vive, vive...

Que tienes aún una misión,
que aún... no has acabado conmigo.

Extracto de Piedras - Ramón Salazar


“Enhorabuena por ese novio médico estupendo que te has echado. No muy guapo, pero con una interesante nariz grande, aficionado a Mafalda como tú y melómano. Pues a ver cuando me hacéis una visita, tú y tu novio. Para que os dé el visto bueno.

Lisboa es rara, Javier. Es una ciudad de la que tengo recuerdos de cosas que no he vivido. Pero eso me hace ir despacito. Más tranquila. Con dos dedos. Torpe, pero acertando las letras que quiero dar.

Estoy tranquila, por fin. Al menos ya no siento que me muero por dentro. Eso es bueno, ¿no? Y tengo ganas, pequeñas, pero ganas de empezar otra vez. Y olvidarme de que esta y cualquier ciudad a veces está tan triste como yo. Y notar que estoy cambiando, aunque sólo sea un poco. Bueno, si es mucho, mejor. ¿Has visto que egoístas nos volvemos cuando estamos solos? Espero que tu novio el médico tenga cura para el egoísmo. ¿Tú crees que nos enamoramos sólo para no estar solos? Yo creo que me he enamorado de un chico. Bueno, de su cogote. Me encanta el cogote de un conductor de tranvía que no conozco.

Espero que lo que tienes ahora sea lo que siempre soñaste tener. ¿Dónde irán los sueños cuando no los conseguimos? Porque a algún sitio tienen que ir. Aunque creo que al final, los sueños no son más que una excusa. Pero una excusa muy gorda. Son la excusa para vivir. Por eso a veces también se convierten en la mirada nostálgica de lo que nunca fuimos. ¡Qué putada, Javier! Asumir que nunca serás lo que siempre deseaste. Ni esperarlo siquiera, ¡joder!

Deseo, deseo, deseo, deseo…

Quiero con todas mis fuerzas ser feliz. Y con eso hacer un poquito felices también a los que me rodean. Eso es lo que siempre quise.

¡Ay! ¡Que bien! ¡Que bien Lisboa, Javier! Beso.”



(Extracto de “Piedras” de Ramón Salazar, carta de LeireNajwa Nimri- a JavierAndrés Gertrudix-.)