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Lógica circular

Los días que llovía

Los días que llovía, Lukas solía coger el autobús. Le habían dicho que en Málaga no llovía casi nunca y que había trescientos días de sol al año. Este invierno, sin duda, concentraba los sesenta y cinco días restantes de lluvia. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había dejado aparcada su moto por culpa del tiempo. Tampoco le importaba mucho. Al fin y al cabo cuando dejó Hungría también huía, entre otras cosas, de mal tiempo, pero con los estupendos días de sol en verano, pensó que el precio de dos meses de lluvia era más que justo. En Gyula, su pueblo, dejó a su familia y algún que otro amigo, aunque excepto por sus padres y su hermana, nunca sintió una gran afectividad por esa pequeña villa en la frontera con Rumania.

Todos los días, incluso los días que llovía, Lukas se solía levantar un rato antes para ver las noticias. Le gustaba la dicción casi perfecta de la presentadora y le venía muy bien para oír un acento menos adornado que el malagueño. La peripecia de eses y zetas de esta región sureña, cuando llegó hacía ya seis años, le pareció algo indescifrable. Incluso pensaba que la gente hablaba de forma diferente de un barrio a otro de la ciudad. Acentos aparte, esa mañana se había levantado inquieto. Un presentimiento le asaltaba. En la sección de "otras noticias" de CNN+ escuchó, mientras se llevaba un croissant a la boca, el nombre de su pueblo. Gyula no era una villa especialmente conocida y, mucho menos, en España. La noticia hablaba de veinte ciudadanos turcos que se habían encerrado en un camión frigorífico para cruzar Rumania y entrar así, ilegalmente, en Hungría, a través del paso con Gyula, donde fueron interceptados por la policía Rumana y Húngara. No le sorprendió en absoluto. La mayor parte de la población de Gyula eran rumanos más o menos acomodados que se habían movido a Hungría en busca de aquello que todos llamaban "algo mejor" y así, no dejar muy lejos la patria querida. De hecho, la propia familia de Lukas era, hacía ya tres o cuatro generaciones, de origen rumano. La noticia no ayudó para nada a la inquietud con que se levantó. Por eso y por la proximidad con la frontera, estaba acostumbrado a este tipo de noticias. Poco después, en Motril, había desembarcado una patera con veinticinco magrebíes a bordo. Y al final, todos los problemas parecían ser el mismo repetido, incluso, lo días que llovía.

El autobús veinticinco. El autobús veinticinco no era tan incómodo, sin duda, como un camión frigorífico o una patera, aunque sí que estaba muy frecuentado. Hacía la ruta desde el centro de Málaga hasta el Parque Tecnológico, donde trabajaba en sus prácticas Lukas. Por el camino atravesaba parte del centro de Málaga, la Universidad, un polígono industrial, el cementerio municipal, un poblado gitano llamado Los Asperones II, el barrio de Campanillas y, finalmente, llegaba al Parque. El popurrí de gente que usaba el autobús era tan variado como sus destinos. Con fin de ruta en el polígono industrial, unos chicos de Mali de dientes perfectos y sonrisa luminosa bromeaban en algún dialecto sahariano. En el cementerio, viudas de negro infinito subían gimoteando al autobús. Un poco más adelante, gitanas de negro impuesto lo cogían para acercarse al centro médico de Campanillas y, desde el centro, varios ingenieros mileuristas se enfundaban en su traje negro para ir a trabajar a diario. Lukas pensó, que este, sin lugar a dudas, era un día negro. Y, además, llovía...

Y allí estaba él, a tres mil kilómetros de su pasado, montado en un autobús para hacer unas prácticas en una empresa que ni le gustaba ni le disgustaba. Podía considerarse afortunado, pues, al fin y al cabo, estaba en un país que protegía a todos por igual. Pensando esto, Lukas dudó de si se llamaba Lukas, dudó que alguna vez hubiera salido de Gyula y llegó a dudar de si era verdad que aquellos días... llovía...