RSS

El contagio de estigma y los lunes

"¡Buff!, la coca-cola está caliente"- pensó. La había puesto al lado del portátil justo en frente de la salida del ventilador mientras terminaba de ejecutarse un programa que llevaba corriendo una y otra vez durante toda la mañana y parte de la tarde. Y era lunes. Lunes de esos cansados después de un domingo por la tarde desesperante, lento y, por qué no decirlo, un poco solitario. Lunes de búsqueda de miradas cómplices, pero todas estaban escondidas. Lunes en los que la levedad de sus sábanas de algodón se impregnaba en la piel y le llamaba para que volviera a casa. Lunes para desafiar el orden de las cosas y mandar todo al carajo. Lunes...

El contagio de estigma: y sumido en la nube de un espeso café de máquina se dio cuenta de que llevaba media coca-cola y un café y el lunes parecía igual de lento. Algo podría pasar aquella tarde para que el terminar de un día no sirviera tan sólo como enlace con el siguiente. ¡Algo tenía que pasar! Y escuchaba a Coldplay, en concreto "The hardest part". Y Jorge se acercó a su mesa y con una insolente tranquilidad y un natural gesto de aprecio espetó: ¡Hasta mañana, guapo!

Y el universo se plegó diez veces sobre si mismo y las pupilas se le movieron a los rabillos del ojo casi epilépticas en busca de las orejas de sus compañeros. ¿Cuántos habrían oído aquel "guapo"? ¿Le habrían descubierto? ¿Sabrían su secreto? Sabía que Jorge le traería problemas tarde o temprano. No era un tío plumoso o escandaloso, pero le había llamado guapo. "¡Maldita sea! - Pensó - ¡los tíos no se dicen "guapo"!". Y un rojo hiriente le ardía en las mejillas que hubieran reventado de no ser por la pura continencia de no salir gritando. Y Jorge, que al fin y al cabo, sólo le sacaba un armario de ventaja, salió sonriendo por la puerta con la misma maldad con la que un recién nacido dice papá antes que mamá; con la misma maldad con la que cae una hoja seca sobre un coche y se pega al cristal; con la misma maldad de la mariposa que bate sus alas y provoca cataclismos, sin saberlo, siempre sin saberlo.

Y en la oficina la ira crecía en forma de nube verdosa y viscosa que se desparramaba sobre las ruedas de la silla. Y en medio de este fango de sentimientos, seguía allí solo, temblando por dentro, pensando en las temibles consecuencias de que alguien le asociara a aquel marica. Y las dos últimas horas de trabajo se extinguieron y nada pasó y por fin empezó a respirar tranquilo. "Quizá no lo hayan oído". Y se envalentonó: "Y si lo han oído, ¿qué?, ¿qué pueden hacerme?". Y se imaginó las mofas de sus compañeros, señalándole con el dedo a sus espaldas y haciendo chistes ingeniosos sobre su forma de andar. Y se levantó de la silla y se fue a casa, moviendo las piernas de forma pesada, andando como un sheriff de una película del oeste que, podría ser cualquier cosa, pero no gay.

Era lunes en los que la levedad de sus sábanas de algodón se impregnaba en la piel y le llamaba para que volviera a casa. Lunes para desafiar el orden de las cosas y mandar todo al carajo. Pero no lo hizo y los lunes continuaron siendo lunes y Jorge un poco más culpable de que casi se supiera "lo suyo". Aquello tan importante que nadie podía saber. Y los martes serían martes de reproche. Y los miércoles, de espera del jueves. Y los viernes de liberación parcial, pero agradecida. Y los sábados, un sábado más. Y los domingos por la tarde desesperantes, lentos y, por qué no decirlo, un poco solitarios.

Al chiquito que viaja por el mundo si saber si huye, busca o fluye. ¡Cuánto te cambió Nueva Dehli, eh!

La Ciudad de los Cuentos

Érase una vez un cuento que empezaba como todos los cuentos. Su escritora era una niña que era como todas las niñas y que vivía en una casa que era como todas las casas. En su paredes había ventanas que eran como todas las ventanas y por ellas se veían calles que eran como todas las calles.

Un buen día esta niña como todas las niñas se dio cuenta de que los días eran siempre como todos los días. Y en su gran imaginación, un cuento se formó...

Érase una vez, o dos o tres veces, la Ciudad de los Cuentos. En esta ciudad los cuentos que se escuchaban no eran como todos los cuentos. Cuantos cuentos se contaban tenían finales tristes, prácticos, felices, amargos, dulces y románticos y principios originales, de colores, diferentes, malvados y benévolos. En sus historias había hombres grandotes y mujeres chiquitas, niñas enormes y niños gordinflones, chicos con ruedas y chicas con las orejas inmensas, mujeronas altas como la luna y flacas como palos y viejecitos pequeños, pequeños, pequeños a los que les encantaba la lasaña con tres pisos de carne y mucha, mucha, mucha salsa de tomate. Y, por supuesto, también había niñas parecidas a las otras niñas. ¡Y niños de colores!; y también ancianas con verrugas y pelos en los lunares amigas de princesas desesperadas; y hechiceros y dragonas que se amaban...

En la Ciudad de los Cuentos todo el mundo era singular: ¡Eran singulares hasta los reyes convertidos en cisnes y las malísima mujer del saco! ¡Y las palmeras en las que florecían poemas! ¡Y las aceras en las que habitaban hormigas!...

***

Todas las criaturas de esta ciudad habían construido una gran fuente, con forma de paleta de pintor y con un gigantesco pincel que la atravesaba. La fuente la llenaron con pequeños cubos de acuarelas de colores. Cada niño, dragona, árbol, flor, hombrecillos, mujerota, ogresa y principito, valiente y cobardica y, todas y todos los demás, aportaron un pequeño cubo a la gran fuente. A las pulguitas las ayudaron, porque eran pequeñitas y no podían con el cubo, pero fueron felices cuando vieron que sus amigas y amigos volcaron su parte de color en tan bonita fuente.

El día de la puesta en marcha de la fuente las vecinas y los vecinos de la Ciudad de los Cuentos miraban con la boca abierta a la fontanera mayor elegida por todas y todos los habitantes para abrir el grifo y hacer que la fuente comenzara a funcionar.

Y el esperado momento llegó. Y los que estaban más cerca vieron como del pincel comenzaba a caer una cascada del color del arcoiris. Y los que estaban más lejos no lo vieron, pero se lo contaron los primeros. Y los que estaban aún más lejos abrían los ojos como platos al enterarse de la noticia. Y todas y todos festejaron esa noche, hasta el amanecer, la puesta en marcha de la magnífica fuente de colores.

Y la noticia corrió y corrió regiones y atravesó y atravesó montañas. Y un día llegó, sin poder parar, al hombre del traje gris. Era conocido en las calles del barrio como el más malvado del lugar. Vivía en una casa gris, tenía un perro gris y una corbata gris. Sus ojos eran grises, como los pelos de su barba y llevaba un serio uniforme gris con unos temibles zapatos negros. Al señor gris todo le molestaba y, sobre todo, los colores. Así que montado en una autogiro muy, muy ruidoso voló y voló hasta la Ciudad de los Cuentos.

Voló por los mares, islas y bosques y al fin llegó a las montañas que daban sombra a aquel pequeño pueblo cuando se ponía el sol, donde se había construido una inmensa presa de aguas cristalinas para abastecer el pueblo. El hombre del traje gris, se presentó en la plaza del pueblo:

  • Los colores me molestan. ¡Las cosas diferentes me molestan! Yo siempre he vivido en un mundo donde sabía cómo era todo y entendía desde un principio como se ordenaban las cosas. Pero esta fuente, y este pueblo tan feooooooooooooo, con gentes tan raras, puaghhhh, ¡me repugna! Romperé la presa y el agua arrastrará todos los colores y, con ellos, a todos vosotros. Y será el fin. Y será el colorín colorado de esta historia tan ridícula. ¡Qué digo colorín colorado! ¡Será el grisín grisado de la Ciudad de los Cuentos!, ja-ja-ja-ja-jaaa -dijo mientras se reía a carcajadas.

Y los más pequeños se asustaron y las más grandotas les consolaron. Y una mujer valiente, valiente y pequeñita, pequeñita, señaló con el dedo al señor gris:

  • ¡Deja nuestros colores, porque son el trabajo de todas las criaturas de la Ciudad de los Cuentos! Suma el tuyo, si quieres a nuestra fuente. Y si no lo haces y rompes nuestra presa, nos quedaremos aquí, en nuestra bonita ciudad. ¡Y nos saldrán agallas como a los peces cuando el agua llegue! ¡Y aprenderemos a vivir bajo el agua, con las truchas, como hemos aprendido a vivir con nuestros colores! Y construiremos un coral inmenso que ya no podrás inundar. Y si lo secas, volveremos a nuestra fuente. ¡Deja en paz nuestros colores!

  • ¡Eso! - dijo de un vozarrón del niño gigante.

  • ¡Eso! - se sumó la jirafa del cuello corto.

  • ¡Eso! - alzó la voz la serpiente anudada.

  • ¡Eso! - gritaron todos al unísono.

  • ¡Eso! - se oyó la vocecita de la más despistada del pueblo.

  • ¡Eso! - repitió la fontanera mayor.

  • ¡Eso! - pensó la niña mientras escribía el cuento.

  • ¡Eso! - gritaron todos una vez más. Y el grito hizo temblar el suelo. Y todas y todos se sorprendieron y gritaron una vez más:

  • ¡Eso!.

Y con este tremendo grito el suelo tembló y el señor del traje gris se tambaleó de un lado a otro, hasta que al final, ¡zas!, se calló en la fuente.

***

Y la niña que escribía el cuento pensó: ¿qué final tendrá este cuento? Y se quedó pensativa un momento y entonces sonó el timbre de su casa, que era como todos los timbres... Y abrió la puerta, que era como todas las puertas y allí estaba el hombre del traje gris, pero ahora vestido de colores con una gran diploma en el que ponía: Felicidades, porque ya no eres una niña como todas las niñas: Tú has creado un pueblo de colores.



Jorge García Rodríguez, para la apertura de la Conferencia Político-Organizativa de la Coordinadora Girasol, 2008