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Don Elocuente y Don Silencio

Nadie sabía muy bien porqué, pero Don Elocuente apareció un buen día... apareció... callado. Y así seguiría para siempre.

Don Elocuente y Don Silencio tenían una nobilísima relación.

Don Silencio, tan comedido, tan reflexivo, tan silencioso y tan espiritual era el perfecto sumidero del torbellino de curiosidades desbordantes de las que Don Elocuente podía hablar.

Don Elocuente, tan curioso, tan parcial, tan observador y tan amigo de cada pequeño detalle del más mínimo paseo, comentaba entusiasmado cada descubrimiento, cada opinión o cada idea que se le ocurría.

Don Silencio, tan cerca de lo espiritual que ya no parecía humano, era el amigo por excelencia de una persona fuente de inquietudes, como era Don Elocuente.

Don Elocuente, tan charlatán en definitiva, era una gran fuente de conocimiento para Don Silencio, que observaba y absorbía y jamás se pronunciaba.

Vivían juntos cerca del cielo, quizá porque allí es donde se produce la fusión de las almas complementarias. Y despertaban por las mañanas, como hace todo el mundo, con los primeros rayos con la forma de la rendija de la persiana. Y soñaban, como todo el mundo también, con aquella idealidad a las que unos llamaban amor, otros llamaban Dios y, los más sabios, nunca se atrevieron a nombrar.

Y ante esta perfección extrema de comunión carnal y espiritual eran pocos los que se atrevían a juzgar o intentar dañar aquel equilibrio.

Así que el final llegó desde dentro. No era un día lluvioso ni hacía frío. No había humedad ni pájaros de mal agüero. No había gatos negros ni gitanas aireando males de ojo. Era, simplemente, un día.

Don Silencio le habló. Le habló por primera vez y le dijo:

- Don Elocuente, se acabó.