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Y yo estoy muerto

Mientras tecleaba en su portátil sintió como una corriente fría le tocaba la espalda. Era como si innumerables y pequeños dedos apenas llegaran a posarse sobre su columna vertebral, haciéndole sentir un cosquilleo que le ponía toda la piel de gallina. Miró el vello de su brazo erizado por aquella sensación y tomo aire lentamente intentando relajarse. Solo podía ser psicológico porque, obviamente, el espejo que tenía detrás de dónde estaba sentado era lo único que había en la habitación donde siempre escribía. Un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él. Cerro los ojos. El escalofrío continuaba hacia su nuca y entonces le pareció que alguien le acariciaba la cabeza a contrapelo. Intentó sonreír pensando en lo maravilloso de la potencia de la mente. Intentó sonreír una vez más. Lo intentó para saberse fuerte. Lo intentó para demostrar a los demás que él no tenía miedo, que él era racional, que nada existe más allá del aire en una sala donde solo había un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él...

Hacía frío y sin embargo el ventilador de su ordenador no paraba de girar. No hacía mucho que un pequeño trozo de la cinta adhesiva de un regalo de cumpleaños se había introducido por la ranura de refrigeración de su portátil y repiqueteaba contra las aspas del ventilador reproduciendo un desagradable y desquiciante conjunto continúo de chasquidos, como una carraca de feria.

Se dio cuenta de que había dejado de escribir envuelto en las sensaciones de aquella presión extraña y seguramente autosugestionada sobre su espalda. Cruzo las piernas y sintió como sus zapatos rechinaban contra el suelo en un quejido casi inaudible. Y decidió mirar hacia atrás. Empezó a girar la cabeza lentamente hacia aquel espejo que siempre había estado allí. Cerró los ojos mientras lo hacía y, al mismo tiempo el cosquilleo se trasladaba hacia su nuez y le acariciaba ligeramente los lóbulos de las orejas. No había aire, ni ventilación, ni calefacción, ni corriente alguna. Simplemente él y su imaginación. Lo sabía y, sin embargo, no se atrevió a abrir los ojos. Decidió apagar el ordenador para acabar con el traqueteo del ventilador. Tras un bufido, todo quedó en silencio. Ahora sentía como, mientras miraba hacia atrás, la madera de la silla crujía lentamente. Continuó con los ojos cerrados por un segundo y los comenzó a abrir despacio, pero el miedo ya se había desarrollado y la imagen de su reflejo en el espejo le asustaba tanto que no se atrevió a mirarla. Cerró los ojos cuando ni siquiera había acabado de abrilos. Pretendió bifurcar su propia presencia entre él y el espejo y su mente dibujó un reflejo de él mismo independiente de sus mismos actos. Estando quieto vio como su reflejo le decía:

-Están aquí, las tengo dentro. Me están comiendo. ¿Acaso no las sientes?. Son horribles y lo hacen poco a poco, dejándome hueco como a un árbol infestado. Y voy crujiendo y duele. Duele muchísimo. Duele tanto que quizá nunca lo podrías imaginar. Tienes suerte de estar a ese lado. Tienes suerte de pensar que no te alcanzarán. Pero son terribles porque nadie las . Son terribles y por eso nadie quiere verlas. Como tú ahora no abres tus ojos y me niegas. Y las niegas. Y niegas mi sufrimiento y mi dolor. Y, ay, me consumen poco a poco. ¡Duele! ¡No sabes lo que es! Y no te atrevas nunca a decirme que no son reales. Las he puesto en tu cuello, en tus orejas, en tu espalda y las has sentido y ahora sientes el miedo que yo siento. Y ahora atisbas el dolor que causan.

Y la voz crecía y la cara del espejo se desgarraba de dolor. Y oyó el goteo casi matemático de un grifo. Y sintió unas ruedas derrapar afuera, en la calle. Y las vigas de su habitación crujieron. Y su portátil se encendió solo. Y sudó pese al frío y sentía como le sangraba la espalda. Y las vio mordiéndole la piel, arrancándosela a jirones, separándole las uñas de los dedos. Y las sintió sobre sus ingles perforándole los huesos. Y abrió los ojos. Y entonces vio que allí solo había un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él.

Soneto - Pablo Neruda

Sabrás que no te amo y que te amo
puesto que de dos modos es la vida,
la palabra es un ala del silencio,
el fuego tiene una mitad de frío.

Yo te amo para comenzar a amarte,
para recomenzar el infinito
y para no dejar de amarte nunca:
por eso no te amo todavía.

Te amo y no te amo como si tuviera
en mis manos las llaves de la dicha
y un incierto destino desdichado.

Mi amor tiene dos vidas para amarte.
Por eso te amo cuando no te amo
y por eso te amo cuando te amo.

Pablo Neruda

Historia inacabada número 1

He decidido hacer un experimento. Tendrá segunda parte si funciona, y, si no, pues nada. El objetivo es escribir el principio de una historia y que vosotr@s me enviéis los finales. Si no queréis escribirlos al detalle, por lo menos el guión de lo que sería el final. Luego lo relleno yo, si queréis, y si no, pues no. Por email o en el blog, donde queráis. Ante toda la gente que me ha dicho que publicara ya, que ya tocaba, aquí va la primera historia inacabada con esperas de ser una historia colaborativa:

En la pequeña habitación del pequeño apartamento, de personalidad forjada según los cánones de una multinacional sueca, el tiempo no se podía parar. Los fotones que surgían de aquellas bombillas de bajo consumo botaban y rebotaban sobre las paredes blancas hasta impactar finalmente con el otro blanco, el de sus dientes. Éstos, colocados de forma perfecta tras la comisura de unos labios que apuntaban hacia el "hoyuelo de los guapos", perpetraban una sonrisa tierna, tímida, escurridiza y, por qué no decirlo, un poco erótica.

Las pestañas largas y los ojos grandes miraban, desconcertados y atentos a las paredes. Después de todo, no estaba en casa propia y eso le hacía sentir un poco desprotegido. Necesitaba obtener una segunda impresión (la primera siempre es demasiado breve) así que reparó la vista sobre los lomos de los libros y de los CDs. No parecían decorativos ni temático-obsesivos. Alguien que lee en varios idiomas no puede ser malo del todo - pensó. Volvió a mirarle. Le vio sentado delante de su portátil, buscando algunas fotos, buscando algunas canciones... Le notó integrado perfectamente con aquel entorno de su casa. Por un momento percibió cierto desorden, pero poco a poco se fue dando cuenta que aquel medio habitable estaba perfectamente estudiado para la ocasión. Eso le descolocó un poco pues, normalmente, nadie se toma tantas molestias para echar un polvo con alguien que ha conocido por Internet.

- ¿Qué música te gusta? - le preguntó desde el ordenador.
- El rap - contestó él sin pensarlo mucho.

Le habría querido decir algo más, pero no quería parecer demasiado moderno o demasiado alternativo, demasiado ñoño o demasiado agresivo. El rap fue lo más rápido que su cabeza pudo crear y definir como música "neutral". En seguida se vio a sí mismo nervioso, intentando quedar bien ante alguien desconocido al que no debía nada. - Será solo un polvo - pensó mientras intentaba relajarse.

- No tengo nada de rap - le dijo sin abandonar su ordenador. - Bueno, tengo alguna sátira cantada por Sabina en modo de rap precisamente criticando este estilo. Yo soy más de cantautores ¿sabes?. Bueno, sí, ya sé que pueden resultar unos pesados, pero hay algunos que escriben pura poesía y muchos que sintetizan mejor que Iron Maiden. No todos son como Víctor Jara. Bueno, ... Víctor Jara no tiene nada de malo, también me gusta, pero reconozco que es difícil de escuchar. No quiero decir que haya que ser un erudito para escucharlo... Bueno, tú ya me entiendes, ¿no? Vaya, estoy quedando como un pedante.

En ese momento se relajó. Se dio cuenta de que su anfitrión se justificaba a sí mismo buscando el parecer perfecto y que sus nervios le traicionaban tanto como a él. Hubo un silencio con algunas miradas que se encontraban y rápidamente se perdían.

- Voy a poner algo de Jorge Drexler. ¿Te suena?
[···]

Respuestas... (La extraña pareja - Ismael Serrano)

Eran conocidos en las calles del barrio,
conocidos en todos los bares y tabernas:
él tan serio, tan alto, tan pálido y delgado
ella morena frágil, tan graciosa y pequeña

Él rondaba mas o menos los cincuenta
y ella debía tener no más de veinticuatro.
Él daba clases, creo, en alguna academia,
y ella estudiaba, creo, un curso de italiano.

Bebían y se amaban, o eso parecía,
discutían a veces, a veces sonreían,
se besaban y odiaban, pero nadie es perfecto,
el amor es difícil y extraño en estos tiempos.

La noche debilita los corazones,
noches de funeral, de vino y rosas.
Brindemos por el amor y sus fracasos,
quizás podamos escoger nuestra derrota.

El sol limpia las calles, la memoria,
feroces pasiones atenúa.
Invéntate el final de cada historia,
que el amor es eterno mientras dura.

Él entró una noche en el bar de costumbre,
iba vestido todo de riguroso luto,
venía borracho y solo, traía el gesto serio,
y entre las manos una corona de difuntos.

Ella le había dejado, nos explicó sereno,
y había decidido considerarla muerta,
y brindar por su olvido y su descanso eterno,
y celebrar su entierro de taberna en taberna.

Así que allá nos fuimos, y para qué contaros:
vasos vinos y risas, alguna vomitona,
abrazos de amistad, eterna aquella noche.
Requiescat y brindemos por ella y su memoria

La noche debilita los corazones,
noches de funeral, de vino y rosas.
Brindemos por el amor y sus fracasos,
quizás podamos escoger nuestra derrota.

El sol limpia las calles, la memoria,
feroces pasiones atenúa.
Invéntate el final de cada historia,
que el amor es eterno mientras dura

Al salir de El Almendro ya iba muy borracho,
se calló en el asfalto y me incliné a su lado.
Supe que estaba muriéndose de golpe,
dijo algo en mi oído, se deshizo en mis brazos.

Se lo llevó la ambulancia con su corona y todo,
y yo me fui a cumplir con su encargo maldito.
Llegué hasta el bar que él me había indicado
y busqué a la muchacha entre el humo y el ruido.

Por fin la vi, bailaba muy despacio,
refugiada en el cálido pecho de un muchacho.
Le conté y me escuchó, se abrazó a su pareja.
Yo no sé si lloró, no se veía apenas.

La noche debilita los corazones,
noches de funeral, de vino y rosas.
Brindemos por el amor y sus fracasos,
quizás podamos escoger nuestra derrota.
El sol limpia las calles, la memoria,
feroces pasiones atenúa.
Invéntate el final de cada historia,
que el amor es eterno mientras dura.

El contagio de estigma y los lunes

"¡Buff!, la coca-cola está caliente"- pensó. La había puesto al lado del portátil justo en frente de la salida del ventilador mientras terminaba de ejecutarse un programa que llevaba corriendo una y otra vez durante toda la mañana y parte de la tarde. Y era lunes. Lunes de esos cansados después de un domingo por la tarde desesperante, lento y, por qué no decirlo, un poco solitario. Lunes de búsqueda de miradas cómplices, pero todas estaban escondidas. Lunes en los que la levedad de sus sábanas de algodón se impregnaba en la piel y le llamaba para que volviera a casa. Lunes para desafiar el orden de las cosas y mandar todo al carajo. Lunes...

El contagio de estigma: y sumido en la nube de un espeso café de máquina se dio cuenta de que llevaba media coca-cola y un café y el lunes parecía igual de lento. Algo podría pasar aquella tarde para que el terminar de un día no sirviera tan sólo como enlace con el siguiente. ¡Algo tenía que pasar! Y escuchaba a Coldplay, en concreto "The hardest part". Y Jorge se acercó a su mesa y con una insolente tranquilidad y un natural gesto de aprecio espetó: ¡Hasta mañana, guapo!

Y el universo se plegó diez veces sobre si mismo y las pupilas se le movieron a los rabillos del ojo casi epilépticas en busca de las orejas de sus compañeros. ¿Cuántos habrían oído aquel "guapo"? ¿Le habrían descubierto? ¿Sabrían su secreto? Sabía que Jorge le traería problemas tarde o temprano. No era un tío plumoso o escandaloso, pero le había llamado guapo. "¡Maldita sea! - Pensó - ¡los tíos no se dicen "guapo"!". Y un rojo hiriente le ardía en las mejillas que hubieran reventado de no ser por la pura continencia de no salir gritando. Y Jorge, que al fin y al cabo, sólo le sacaba un armario de ventaja, salió sonriendo por la puerta con la misma maldad con la que un recién nacido dice papá antes que mamá; con la misma maldad con la que cae una hoja seca sobre un coche y se pega al cristal; con la misma maldad de la mariposa que bate sus alas y provoca cataclismos, sin saberlo, siempre sin saberlo.

Y en la oficina la ira crecía en forma de nube verdosa y viscosa que se desparramaba sobre las ruedas de la silla. Y en medio de este fango de sentimientos, seguía allí solo, temblando por dentro, pensando en las temibles consecuencias de que alguien le asociara a aquel marica. Y las dos últimas horas de trabajo se extinguieron y nada pasó y por fin empezó a respirar tranquilo. "Quizá no lo hayan oído". Y se envalentonó: "Y si lo han oído, ¿qué?, ¿qué pueden hacerme?". Y se imaginó las mofas de sus compañeros, señalándole con el dedo a sus espaldas y haciendo chistes ingeniosos sobre su forma de andar. Y se levantó de la silla y se fue a casa, moviendo las piernas de forma pesada, andando como un sheriff de una película del oeste que, podría ser cualquier cosa, pero no gay.

Era lunes en los que la levedad de sus sábanas de algodón se impregnaba en la piel y le llamaba para que volviera a casa. Lunes para desafiar el orden de las cosas y mandar todo al carajo. Pero no lo hizo y los lunes continuaron siendo lunes y Jorge un poco más culpable de que casi se supiera "lo suyo". Aquello tan importante que nadie podía saber. Y los martes serían martes de reproche. Y los miércoles, de espera del jueves. Y los viernes de liberación parcial, pero agradecida. Y los sábados, un sábado más. Y los domingos por la tarde desesperantes, lentos y, por qué no decirlo, un poco solitarios.

Al chiquito que viaja por el mundo si saber si huye, busca o fluye. ¡Cuánto te cambió Nueva Dehli, eh!

La Ciudad de los Cuentos

Érase una vez un cuento que empezaba como todos los cuentos. Su escritora era una niña que era como todas las niñas y que vivía en una casa que era como todas las casas. En su paredes había ventanas que eran como todas las ventanas y por ellas se veían calles que eran como todas las calles.

Un buen día esta niña como todas las niñas se dio cuenta de que los días eran siempre como todos los días. Y en su gran imaginación, un cuento se formó...

Érase una vez, o dos o tres veces, la Ciudad de los Cuentos. En esta ciudad los cuentos que se escuchaban no eran como todos los cuentos. Cuantos cuentos se contaban tenían finales tristes, prácticos, felices, amargos, dulces y románticos y principios originales, de colores, diferentes, malvados y benévolos. En sus historias había hombres grandotes y mujeres chiquitas, niñas enormes y niños gordinflones, chicos con ruedas y chicas con las orejas inmensas, mujeronas altas como la luna y flacas como palos y viejecitos pequeños, pequeños, pequeños a los que les encantaba la lasaña con tres pisos de carne y mucha, mucha, mucha salsa de tomate. Y, por supuesto, también había niñas parecidas a las otras niñas. ¡Y niños de colores!; y también ancianas con verrugas y pelos en los lunares amigas de princesas desesperadas; y hechiceros y dragonas que se amaban...

En la Ciudad de los Cuentos todo el mundo era singular: ¡Eran singulares hasta los reyes convertidos en cisnes y las malísima mujer del saco! ¡Y las palmeras en las que florecían poemas! ¡Y las aceras en las que habitaban hormigas!...

***

Todas las criaturas de esta ciudad habían construido una gran fuente, con forma de paleta de pintor y con un gigantesco pincel que la atravesaba. La fuente la llenaron con pequeños cubos de acuarelas de colores. Cada niño, dragona, árbol, flor, hombrecillos, mujerota, ogresa y principito, valiente y cobardica y, todas y todos los demás, aportaron un pequeño cubo a la gran fuente. A las pulguitas las ayudaron, porque eran pequeñitas y no podían con el cubo, pero fueron felices cuando vieron que sus amigas y amigos volcaron su parte de color en tan bonita fuente.

El día de la puesta en marcha de la fuente las vecinas y los vecinos de la Ciudad de los Cuentos miraban con la boca abierta a la fontanera mayor elegida por todas y todos los habitantes para abrir el grifo y hacer que la fuente comenzara a funcionar.

Y el esperado momento llegó. Y los que estaban más cerca vieron como del pincel comenzaba a caer una cascada del color del arcoiris. Y los que estaban más lejos no lo vieron, pero se lo contaron los primeros. Y los que estaban aún más lejos abrían los ojos como platos al enterarse de la noticia. Y todas y todos festejaron esa noche, hasta el amanecer, la puesta en marcha de la magnífica fuente de colores.

Y la noticia corrió y corrió regiones y atravesó y atravesó montañas. Y un día llegó, sin poder parar, al hombre del traje gris. Era conocido en las calles del barrio como el más malvado del lugar. Vivía en una casa gris, tenía un perro gris y una corbata gris. Sus ojos eran grises, como los pelos de su barba y llevaba un serio uniforme gris con unos temibles zapatos negros. Al señor gris todo le molestaba y, sobre todo, los colores. Así que montado en una autogiro muy, muy ruidoso voló y voló hasta la Ciudad de los Cuentos.

Voló por los mares, islas y bosques y al fin llegó a las montañas que daban sombra a aquel pequeño pueblo cuando se ponía el sol, donde se había construido una inmensa presa de aguas cristalinas para abastecer el pueblo. El hombre del traje gris, se presentó en la plaza del pueblo:

  • Los colores me molestan. ¡Las cosas diferentes me molestan! Yo siempre he vivido en un mundo donde sabía cómo era todo y entendía desde un principio como se ordenaban las cosas. Pero esta fuente, y este pueblo tan feooooooooooooo, con gentes tan raras, puaghhhh, ¡me repugna! Romperé la presa y el agua arrastrará todos los colores y, con ellos, a todos vosotros. Y será el fin. Y será el colorín colorado de esta historia tan ridícula. ¡Qué digo colorín colorado! ¡Será el grisín grisado de la Ciudad de los Cuentos!, ja-ja-ja-ja-jaaa -dijo mientras se reía a carcajadas.

Y los más pequeños se asustaron y las más grandotas les consolaron. Y una mujer valiente, valiente y pequeñita, pequeñita, señaló con el dedo al señor gris:

  • ¡Deja nuestros colores, porque son el trabajo de todas las criaturas de la Ciudad de los Cuentos! Suma el tuyo, si quieres a nuestra fuente. Y si no lo haces y rompes nuestra presa, nos quedaremos aquí, en nuestra bonita ciudad. ¡Y nos saldrán agallas como a los peces cuando el agua llegue! ¡Y aprenderemos a vivir bajo el agua, con las truchas, como hemos aprendido a vivir con nuestros colores! Y construiremos un coral inmenso que ya no podrás inundar. Y si lo secas, volveremos a nuestra fuente. ¡Deja en paz nuestros colores!

  • ¡Eso! - dijo de un vozarrón del niño gigante.

  • ¡Eso! - se sumó la jirafa del cuello corto.

  • ¡Eso! - alzó la voz la serpiente anudada.

  • ¡Eso! - gritaron todos al unísono.

  • ¡Eso! - se oyó la vocecita de la más despistada del pueblo.

  • ¡Eso! - repitió la fontanera mayor.

  • ¡Eso! - pensó la niña mientras escribía el cuento.

  • ¡Eso! - gritaron todos una vez más. Y el grito hizo temblar el suelo. Y todas y todos se sorprendieron y gritaron una vez más:

  • ¡Eso!.

Y con este tremendo grito el suelo tembló y el señor del traje gris se tambaleó de un lado a otro, hasta que al final, ¡zas!, se calló en la fuente.

***

Y la niña que escribía el cuento pensó: ¿qué final tendrá este cuento? Y se quedó pensativa un momento y entonces sonó el timbre de su casa, que era como todos los timbres... Y abrió la puerta, que era como todas las puertas y allí estaba el hombre del traje gris, pero ahora vestido de colores con una gran diploma en el que ponía: Felicidades, porque ya no eres una niña como todas las niñas: Tú has creado un pueblo de colores.



Jorge García Rodríguez, para la apertura de la Conferencia Político-Organizativa de la Coordinadora Girasol, 2008

Nunca es tarde para nacer de nuevo...

Y, ... ¿Ahora te acercas?: Tanto tiempo observándote ahí, incómodo en la silla de la oficina, estirando las piernas en un ejercicio de contorsionista para no tocar al compañero de enfrente, mirándote desde mi mesa, tímido, entre las cabezas de la gente y pensando... "¡Qué entienda, por favor, qué entienda!" mientras cruzaba los dedos y bajaba la cabeza apresuradamente cada vez que tu mirada pasaba sobre la mía y me descubría... Me descubría inquieto mirándote, como un quinceañero caducado que todavía cree en jugar a lo que ya está prohibido por el saber estar y las buenas formas... Y... ¿Ahora te acercas? Y encima te acercas simpático, arrebatador y absurdamente condescendiente... y... ¿qué he hecho yo para que esto sea así? Por qué tartamudean hasta mis pensamientos cuando cruzas hacia el baño o a sacar un Twix de la máquina arruina dietas de nuestra oficina... Y... ¿ahora te acercas? Cuando paseábamos juntos desde la cafetería a mi sitio y bajabas la cabeza cada vez que hablabas de tu novia... Y yo pensaba - no te reproches nada...-. No es malo lo que sientes, ni siquiera es malo que lo sientas por mí...-. Pero te separaste y ... ahora... cuando me voy a Málaga, ahora... te acercas...

Y te acercas sin decir nada pero diciéndolo todo...: Porque aún no tienes el valor para decir lo que otros asumimos hace tiempo o porque aún no tienes el valor para confesar que algo ha cambiado dentro de ti... Siento ser yo el perversor de tu alma a los ojos de nuestra moralista y moralejista Iglesia, pero no he hecho nada más que preguntarme qué pasaría si alguna vez fuera un poquito tuyo y tú un poquito mío. Y al pensarlo y mirarte fijamente, mis pupilas transmitían la información a las tuyas y tú intuías lo que pensaba. Y así, este juego, de día en día, de café en café...Y no quiero que suene a reproche, porque nos han educado, a ti y a mi, para ser heterosexuales y tener novia, casarnos y reproducirnos por doquier... Y ponerse por encima de eso, por encima de lo que te han dicho siempre con cada "y ¿qué se le dice a las niñas guapas?" desde que teníamos tres años, es duro. Y asumir que cuando tienes once los niños ven en el cine como el triunfo está en llevarse a la pedazo de morena mientras tú y yo nos martirizábamos intentando ser como los demás, como los referentes reales que teníamos alrededor mientras nos dábamos cuenta de que nada funciona como pensábamos y que teníamos que plantearnos cosas que el resto de nuestros compañeros no se planteaban ni se plantearían jamás...

Y además sonriendo...: con esa cara de niño mayor responsable y con tu camisa a rayas azules, qué solo te pones cuando vas a reuniones con tu jefe de proyecto... Y además con la latencia descarada de esperar que sea yo quién dé el primer paso y te diga -Te invito a un café-... Pero no puedo, ahora no puedo. Me he cansado de cuidar niños. Necesito alguien que recoja las cenizas de este subproducto de la urbe madrileña y las lance de nuevo al mar... para resurgir tal cual ave fénix e intentar, aunque sea por un momento, ser feliz. Y encima sonriendo... si sabes que tu sonrisa me vuelve débil y me desarma y te cedo mi espacio, en el que no entras por miedo. Y además sonriendo... que hasta cuando paras de hacerlo tus ojos siguen. Y además ... ¿ahora? ¿por qué ahora? ...


¿Ó
scar?:
Cuando José Luis conoció a Óscar en la oficina no fue muy difícil acordarse de su nombre, pues era el único. Y no sólo era el único por el nombre, a priori, común. Si no el único con ojos claros y pecas anacrónicas y una sonrisa capaz de hacer parar su pensamiento y perderse absorto en un silencio... Y en ese momento supo que había perdido un poco de sí para otro que no parecía encontrarlo. Y José Luis siguió pareciendo serio y responsable sin pestañear delante de sus bases de datos, asumiendo que su destino era dejar pasar el tren por miedo a romper lo cotidiano, lo que está escrito por la fuerza de la costumbre y no por la pluma que nos da la opción de escribir con buena letra nuestro propio camino. Es este miedo atroz a escribir torcido lo que nos hace menos humanos y más predecibles; nos hace autómatas de nuestro entorno preconfigurado y acomodado que nos da una ilusoria sensación de calma. El tenerlo todo controlado y no salirnos de los renglones, por lo menos, no nos hace sentir a salvo de esa sensación de estar al borde del vacío. Con 34 años, José Luis ya sabía controlar estos saltos de renglón sin salirse de la página. ¡Ay de la madurez creada para controlar los impulsos en aras,... en aras,... en aras de no ser feliz nunca!.

A Laura, que ahora me lee y dice que incluso le gusta...

(Historia ficticia y cero autobiográfica, por si acaso a algun@ le da por sentirse identificad@)

Venceréis pero no convenceréis...

El 12 de octubre de 1936 se celebraba en el de la Universidad de Salamanca el Día de la Raza, aniversario del descubrimiento de América por Colon. Millán Astray había llegado escoltado por sus legionarios armados con metralletas, afectación que conservaría a lo largo de toda la guerra.

Varios oradores soltaron los consabidos tópicos acerca de la "anti-España". Un indignado Unamuno, que había estado tomando apuntes sin intención de hablar, se puso de pie y pronunció un apasionado discurso:

Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces, Pero, no, la nuestra es solo una guerra incivil (...) Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión (...) Se ha hablado también de catalanes y vascos, llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí esta el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis...

En ese punto, Millán Astray empezó a gritar: "¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?" Su escolta presentó armas y alguien del público gritó: "¡Viva la muerte!" Entonces Millán gritó: "¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!" Se excitó sobremanera hasta tal punto que no pudo seguir hablando. Resollando se cuadró mientras se oían gritos de "¡Viva España!".

Se produjo un silencio mortal y unas miradas angustiadas se volvieron hacia Unamuno:

Acabo de oír el grito negrófilo de "¡Viva la muerte!". Esto me suena lo mismo que "¡Muera la vida!". Y yo, que he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de quienes no las comprendieron, he de deciros, con autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja que me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que el mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono mas bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos, Y pronto habrá más si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad de espíritu, suele sentirse aliviado viendo como aumenta el numero de mutilados alrededor de él (...) El general Millán Astray quisiera crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por ello desearía una España mutilada...


Furioso, Millán grito: "¡Muera la inteligencia!" A lo que el poeta José Maria Pemán exclamo: "¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!" Unamuno no se amilanó y concluyó:

¡Éste es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido , diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir, y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España.


Millán se controló lo suficiente como para, señalando a la esposa de Franco, ordenarle: "¡Coja el brazo de la señora!", cosa que Unamuno hizo, evitando así que el incidente acabara en tragedia.

Pretendes - Elefantes

Crees que hay cinco minutos más
para quien no va a mentir
y regala su verdad
a aquél que la quiere escuchar.
¿Y tú de qué...?
Aprende a mirar.
Vale tanto un ladrón
como su libertad.
Y aún no sé si realmente sabes
o alguna vez has sabido
lo que pretendes.
Ves, ves los días pasar
y alejarse de ti
sin siquiera mirarte,
y eres incapaz de decir nada más.
Cierras los ojos, y
vuelves a marchar.
Escúchame bien,
esto no va así.
De esta manera no es fácil vivir.
Tú no eres real,
y aún no comprendo
lo que pretendes.