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Y yo estoy muerto

Mientras tecleaba en su portátil sintió como una corriente fría le tocaba la espalda. Era como si innumerables y pequeños dedos apenas llegaran a posarse sobre su columna vertebral, haciéndole sentir un cosquilleo que le ponía toda la piel de gallina. Miró el vello de su brazo erizado por aquella sensación y tomo aire lentamente intentando relajarse. Solo podía ser psicológico porque, obviamente, el espejo que tenía detrás de dónde estaba sentado era lo único que había en la habitación donde siempre escribía. Un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él. Cerro los ojos. El escalofrío continuaba hacia su nuca y entonces le pareció que alguien le acariciaba la cabeza a contrapelo. Intentó sonreír pensando en lo maravilloso de la potencia de la mente. Intentó sonreír una vez más. Lo intentó para saberse fuerte. Lo intentó para demostrar a los demás que él no tenía miedo, que él era racional, que nada existe más allá del aire en una sala donde solo había un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él...

Hacía frío y sin embargo el ventilador de su ordenador no paraba de girar. No hacía mucho que un pequeño trozo de la cinta adhesiva de un regalo de cumpleaños se había introducido por la ranura de refrigeración de su portátil y repiqueteaba contra las aspas del ventilador reproduciendo un desagradable y desquiciante conjunto continúo de chasquidos, como una carraca de feria.

Se dio cuenta de que había dejado de escribir envuelto en las sensaciones de aquella presión extraña y seguramente autosugestionada sobre su espalda. Cruzo las piernas y sintió como sus zapatos rechinaban contra el suelo en un quejido casi inaudible. Y decidió mirar hacia atrás. Empezó a girar la cabeza lentamente hacia aquel espejo que siempre había estado allí. Cerró los ojos mientras lo hacía y, al mismo tiempo el cosquilleo se trasladaba hacia su nuez y le acariciaba ligeramente los lóbulos de las orejas. No había aire, ni ventilación, ni calefacción, ni corriente alguna. Simplemente él y su imaginación. Lo sabía y, sin embargo, no se atrevió a abrir los ojos. Decidió apagar el ordenador para acabar con el traqueteo del ventilador. Tras un bufido, todo quedó en silencio. Ahora sentía como, mientras miraba hacia atrás, la madera de la silla crujía lentamente. Continuó con los ojos cerrados por un segundo y los comenzó a abrir despacio, pero el miedo ya se había desarrollado y la imagen de su reflejo en el espejo le asustaba tanto que no se atrevió a mirarla. Cerró los ojos cuando ni siquiera había acabado de abrilos. Pretendió bifurcar su propia presencia entre él y el espejo y su mente dibujó un reflejo de él mismo independiente de sus mismos actos. Estando quieto vio como su reflejo le decía:

-Están aquí, las tengo dentro. Me están comiendo. ¿Acaso no las sientes?. Son horribles y lo hacen poco a poco, dejándome hueco como a un árbol infestado. Y voy crujiendo y duele. Duele muchísimo. Duele tanto que quizá nunca lo podrías imaginar. Tienes suerte de estar a ese lado. Tienes suerte de pensar que no te alcanzarán. Pero son terribles porque nadie las . Son terribles y por eso nadie quiere verlas. Como tú ahora no abres tus ojos y me niegas. Y las niegas. Y niegas mi sufrimiento y mi dolor. Y, ay, me consumen poco a poco. ¡Duele! ¡No sabes lo que es! Y no te atrevas nunca a decirme que no son reales. Las he puesto en tu cuello, en tus orejas, en tu espalda y las has sentido y ahora sientes el miedo que yo siento. Y ahora atisbas el dolor que causan.

Y la voz crecía y la cara del espejo se desgarraba de dolor. Y oyó el goteo casi matemático de un grifo. Y sintió unas ruedas derrapar afuera, en la calle. Y las vigas de su habitación crujieron. Y su portátil se encendió solo. Y sudó pese al frío y sentía como le sangraba la espalda. Y las vio mordiéndole la piel, arrancándosela a jirones, separándole las uñas de los dedos. Y las sintió sobre sus ingles perforándole los huesos. Y abrió los ojos. Y entonces vio que allí solo había un espejo, una silla, una mesa, su portátil y él.