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Instrucciones para salvar el odio eterno - Ismael Serrano

Si ella se va no la perdones.
Si te deja cultiva bien tu odio.
Nunca seas generoso en olvido, si ella se va.
Si te deja no digas adiós
o "Qué vamos a hacerle", no pidas perdón.
No repases vuestras fotos
y, mirándole a los ojos,
regálale eterno tu odio.

Si ella se va no trates nunca de entenderla.
Maldice sus pasos.
Nunca creas sus despedidas, sus promesas, su explicación.
Y provoca llanto y dolor,
que queme su conciencia como el sol,
que el adiós le corte como una cuchilla.
No te confundas: ella es la asesina.

Porque cuando ella se va
alguien la esperará en la esquina.
En otros brazos reirá con otras mentiras,
dirá "Te amo, cuanto tiempo te he estado esperando".
Y te olvidará, todo habrá muerto,
y aquel otoño nunca habrá sido vuestro.
Para qué mentir, que ella se lleve,
aunque dure poco, tu odio para siempre.

Ismael Serrano - La memoria de los peces

La monarquía, la república y la anarquía

En Madrid hacía un calor insoportable. Desde las tres de la tarde el sol no dejaba de pegar en su piso y aquello parecía una sauna turca. Se sentó. Respiró y volvió a mirar a la maleta encima de la cama. La pereza por las seis horas de autobús del viaje y las ganas de cambio eran dos ideas contradictorias que se mordían y tiraban de los pelos en su cabeza. Era tan solo un viaje de fin de semana a la anarquía.

Se comió una ensalada, como acostumbraba en verano. Cualquier comida un poco más fuerte le hacía sentirse inflado y lento. La sangre se le espesaba con tanto calor, incluso en camino de su trabajo a casa. Eran once paradas de Metro y había empezado a comprender por que la gente lee en esa madriguera de topos. Estaba incluso seguro de que Madrid podría ser la ciudad de España en la que más se lee.

Se comió una ensalada, como acostumbraba en verano. Cualquier comida un poco más fuerte le hubiera hecho sentirse pesado en el autobús y se marearía. Seis horas de camino. ¿Qué haría? Seguramente pensar... No, pensar no. Pensar sin control es altamente dañino. ¡Dormir!, dormiría todo el viaje. Al fin y al cabo estaba cansado y saldría por la noche de fiesta. Sí... dormir le vendría bien. Salió de casa con antelación. No quería llegar tarde como de costumbre. Cuando estaba llegando a la boca de Metro más cercana reparó que se había olvidado el iPod. Seis horas de viaje vale... ¡pero seis horas sin música...! Decidió volver a casa a recogerlo. Levantó la maleta porque estaba empezando a sentirse mareado por el calor y el tracatá de las ruedas en los cuadraditos de la acera. ¿Cuántas veces no habría jugado de pequeño a pisar una baldosa sí y otra no mientras iba solo del colegio a casa?. Llegó de nuevo a casa. Cogió el iPod. Se dio cuenta de que se había dejado la basura sin sacar y pensó... es un fin de semana, total... Miró el reloj de nuevo. El autobús salía en 30 minutos. Tenía que darse prisa, así que cogió un taxi. Se había propuesto gastar lo mínimo posible en aquel viaje; al fin y al cabo, hacía un mes que había dejado de ser mileurista y, aún, no le había dado tiempo a ahorrar para las vacaciones. Y, el primer gasto: el taxi.

Llegó a la estación y aún tenía 15 minutos. Intento recordar al taxista que le había llevado allí, pero no había forma. Tenía una laguna de 15 minutos de su tiempo que posiblemente desperdició en pensar más de la cuenta. Se prometió a sí mismo que no le volvería a pasar.

Subió al autobús. Miraba a los chicos que entraban. Con suerte compartiría el viaje con alguno de su edad y, si estaba bueno, mejor que mejor. Un chico ni feo ni guapo, afroamericano y vestido de rojo, verde y amarillo (tal cual bandera centroafricana) se sentó a su lado y cayó en un profundo sueño. En las seis horas de viaje, no cambiaría su postura. Miró la tele del autobús. Demasiado lejos para ver la peli. Entonces apreció que su salida de cascos estaba rota. No había peli. Le quedaba un libro (Cien años de soledad) y un giga de música. Todo eso para combatir a su cabeza.

Su cabeza empezó: Lo tienes todo en la vida... TO-DO. Dinero, un piso más o menos mono y una nevera llena. Buenos amigos y gente que te quiere. Trabajo. Una familia adorable. Y no eres fel... y no eres feli... y no ... No dejó terminar a su cabeza. Se endosó los cascos y cogió el libro: Melquiades, el gitano, había muerto; sonaba en el MP3 una canción de Fito y los Fitipaldis. Se quedó dormido.

Una hora, dos horas, tres horas; despertó. Se comió un sandwich en aquella antesala del infierno, que llamaban parada técnica, por cinco euros y que le sirvió una dominicana con un cuerpo impresionante y cara de pocos amigos. Le recordaba a la cara de las salmantinas estiradas. Como bromeaba con algunos amigos, este especimen de salmantinas van por la calle con cara de olor a mierda. Bebió una botella de agua y volvió a la guagua... perdón, quise decir al autobús. Se había comido el sandwich al sol. El autobús tenía el aire acondicionado, al menos, en modo glaciar y se había quedado frío.

Durmió. 4 horas, 5 horas, 6 horas. Se despertó de nuevo y no recordaba que había soñado. Se prometió a sí mismo que intentaría recordar todo lo que soñaba antes de volver. Al fin y al cabo mucha gente vive de los sueños. Estaban entrando en la ciudad. Olía a mar y la anarquía le esperaba impaciente. La anarquía siempre llegó tarde a todos los regímenes, así que tendría que comprender que esta vez fuese él el que llegase tarde. Además, no era culpa suya. Las seis horas se habían convertido en seis horas y media.

Dos sombras aleteaban junto a la anarquía. Una le resultó familiar, incluso muy familiar. Y la otra, desde luego, le resulto de todo menos sombría. Dos besos, bienvenido, ¿qué tal el viaje?. Una de las sombras extendió su mano. No supo muy bien si darle una palmada o una moneda, así que simplemente se quedó mirando. Era la sombra familiar. La que parecía conocer de toda la vida. Miró las líneas de su mano y las marcas de su cara. Todo tenía una armonía creada para aquel momento. El tamaño justo de sus partes le proporcionaba una perfección perfectamente perfecta. Le pitaban los oídos del cambio de presión. Las sombras, la anarquía y él decidieron cenar en el único sitio en el que se puede cenar en una ciudad así a las doce de la noche. Si su mejor amiga hubiera estado, estaría dando botes de contenta: le encantaba aquel restaurante. Sentía paz. Se sentía seguro en al anarquía. Sentía paz. No necesitaba pensar. No necesitaba cuidar a nadie. Le querían y le cuidaban . Desapareció el sentimiento de soledad y, finalmente, sonrió.

Sabía que podía parar aquella sensación de bienestar cuando quisiera así que decidió no pararla. Aquella noche habían pasado algunas cosas más: El hervidero de carne en un pueblo costero se había convertido en una forma muy lucrativa de incrementar el turismo; el negocio lucrativo del sexo; el sexo gratuito y fortuito; ángeles con maquillaje hasta en el corazón y tacones tal cuál canción de Mónica Naranjo; cabezas rapadas con cresta; cabezas rapadas sin cresta...

Llegaron a casa con la intención de dormir. Las sombras se habían ido perfilando desde una levedad de nube gris hasta la definición cristalina de cuerpos opacos. En aquel momento surgió la música... Había visto una película, Sobreviviré, no muy aclamada por nadie y de muy pocos favorita. En ella Emma Suárez repite el desayuno de la protagonista de "Desayuno con diamantes" en frente del escaparate de Tiffany's. Cuida hasta el más mínimo detalle para que la escena sea idéntica, pero al terminar de desayunar se da cuenta de que nada ha sido igual: faltaba la música.

Pero en aquella noche, surgió la música. Era un jazz interpretado con guitarra clásica española, inconscientemente elegido para la ocasión y que encajaba sospechosamente en el ambiente que se creaba. Intentaron dormir en la espaciosa habitación que daría a la casa unas proporciones de campo de fútbol de no ser por qué era la única. Pero la música seguía sonando. De pronto se dio cuenta de que una mano acariciaba lentamente su mano. A intervalos aleatorios le acariciaba la pierna y se deleitaba pellizcándole el vello de sus extremidades. Sintió ternura en cada uno de los pellizcos y empezó a desear que se volvieran violentos. Pero la cosa no cambiaba y extendía aquella sensación de bienestar más allá de sus conocimientos del cuerpo humano. Poco a poco se dio cuenta de que tenía una erección, de que la sombra sonreía abrazada a su espalda sin ninguna malicia y de que la Iglesia envidiaría la sagrada comunión entre dos cuerpos que se iba a desatar en aquel colchón. Sintió el sexo de aquel ser apretarle fuertemente sobre la espalda y sintió como le transmitía la temperatura exacta a su cuerpo, que empezaba a sudar. Entonces reconoció de nuevo la primera composición para guitarra que había escuchado hace tiempo. Aquel disco pirata marcaba los tiempos. Era su único reloj y cada vuelta le llevaba un poco más cerca del amanecer que no quería llegase. Con la vuelta a la primera composición cambió su posición. Lamió y relamió cada espacio de la sombra. Reconoció cada pliegue, cada lunar e intento contarlos. Se perdió y decidió empezar de nuevo, sin soltar el sexo de la sombra. Hubiera pasado toda la noche contando lunares que se confundían con la oscuridad. Tumbó a la sombra boca arriba y apreció como sobre sus pezones se dibujaban cada una de las rendijas que la luz de las farolas creaba al atravesar las persianas. Deseó que no acabara nunca. Se tumbó boca arriba y la sombra se sentó sobre él. Estaba fascinado por la marca triangular que el sol había dibujado desde sus ingles a unos pocos centímetros por debajo de su ombligo. La sombra se inclinaba hacia delante y hacia atrás. Le descubrió una fricción desconocida que le hizo estremecerse de placer. Pasó una noche caminando por las entrañas de la sombra, sintiéndola más y más cerca. La acariciaba mientras no muy lejos la anarquía jadeaba. Sintió que las manos se multiplicaban. Sintió mucho calor. Sintió mucho placer y traspasó las fronteras de sí mismo. Nunca pudo imaginar lo que pasó después. De repente una pregunta que no venía al cuento, que no encajaba en ningún guión: ¿sabes cuál es la diferencia entre la monarquía y la república?

¿La sabes? ¿Que os enseñan en la ESO? No supo nunca como preguntó esa tontería. La monarquía, era pues, el pasado. Lo que quedó tras 6 horas y atrás, en Madrid. La institución que mima a cambio de no intervenir. La república era el orden impuesto por consenso de todo su entorno y la anarquía había dejado de jadear y se había quedado muda en una seca pataleta, aunque eso no lo supo hasta el día siguiente. Una sombra dejó de existir. La más familiar se convirtió en el régimen de la república; el anhelo de ser libre le hacía querer más y más a la anarquía. Por otro lado esa agradable sensación de ser dictatorialmente dominado y debidamente representado y acompañado le partía la forma de sentir y le hacía echar de menos a la monarquía. De pequeño le decían: la democracia es el menos malo de todos los sistemas. Así que pesó y sopesó en una balanza de tres platos, anarquía, monarquía y república.

De pronto se vio arrastrando una maleta con su tracatá en una acera pisando las líneas impares de los cuadraditos dibujados en el suelo. En Madrid seguiría haciendo calor, tal y como lo dejó. Nada había sido un sueño. Era real y lo sabía, en parte, por el sentimiento de culpa, traición y bienestar que tenía. No era capaz de vislumbrar el mejor régimen político para gobernar su país, así que pensó en lo más valioso que había aprendido desde que las guaguas se convirtieron en autobuses: Era lo que era y lo era en ese momento. Desde entonces su mente pensó un poquito menos y vivió un poquito más...