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Unicornio - Silvio Rodríguez

Mi unicornio azul ayer se me perdió
Pastando lo deje y desapareció
Cualquier información bien la voy a pagar
Las flores que dejó no me han querido hablar

Mi unicornio azul ayer se me perdió
No sé si se me fue, no sé si se extravió
Y yo no tengo más que un unicornio azul
Si alguien sabe de él le ruego información
Cien mil o un millón yo pagaré
Mi unicornio azul se me ha perdido ayer, se fue...

Mi unicornio y yo hicimos amistad
Un poco con amor, un poco con verdad
Con su cuerno de añil pescaba una canción
Saberla compartir era su vocación

Mi unicornio azul ayer se me perdió
Y puede parecer acaso una obsesión
Pero no tengo más que un unicornio azul
Y aunque tuviera dos, yo sólo quiero áquel
Cualquier información la pagaré
Mi unicornio azul se me ha perdido ayer, se fue...

Lecciones de anatomía imaginaria e innecesaria

Tobillos: lo que más le gustaba imaginar de Javier eran sus tobillos. Como un médico que escudriña una radiografía en busca de una fractura, configuraba en su cabeza la magistral imagen de esa curiosa parte entre la pantorrilla y el pie, oculta por sus pantalones. Recreaba en sus adentros el agua de la ducha cayendo por sus piernas, estirando hasta el infinito el vello que recubría su piel y que ahora empezaba a trazar, casi como si fuese un dibujo de tinta china, pequeñas serpientes que luchaban por tocar el suelo.


Las partes prohibidas: siglos atrás muchas religiones habían prohibido a sus mujeres enseñar los tobillos en público. De hecho, alguna religión interpretada por algún mal gobierno, lo sigue prohibiendo en este momento. Su leve paso por el mundo islámico le había enseñado a leer en los ojos de la gente. Era una técnica muy extendida, cuando ya no puedes ver las líneas de la mano, la comisura de los labios o los, para nada fetichistas, tobillos de Javier.


Su abuela decía, cada vez que le cogía por las muñecas, que era un tirillas. Ahora él, mirando los brazos delgados y largos de Javier, pensaba si su abuela los definiría con esa curiosa palabra. Cada vez que tenía oportunidad subía despacio, pero seguro, la vista por sus brazos, llegando a sus hombros. La camiseta no fue un impedimento para que viera su espalda y casi llegara a rozarla con las pupilas. Contó sus lunares. Lo más grandes, los más pequeños, los más prohibidos... Descubrió que no es que hubiera tantos como estrellas en el cielo, sino que se hubiera pasado la vida entera contándolos con tal de volver a sentir los tobillos de Javier cerca.


Ojos: los ojos de Javier eran pequeños y escandalosamente curiosos. No por ser visibles y no imaginarios entrañaban menos misterio que el resto. Javier no miraba, Javier aprendía. Cada vez que desplazaba sus ojos por una superficie escaneaba con una potencia asombrosa cada uno de los matices, destellos y sombras y, la imprimía como un cortometraje en algún lugar en el interior de su cabeza. Después cortaba y pegaba las escenas que solo él poseía creando mundos imaginarios. Transformaba la paleta con la que pintaba en su registro infinito de datos, en notas que definían una continua banda sonora en su vida. Era capaz de ponerle sonido a todo lo que le rodeaba: el sudor salado de un joven saharaui que corría por El Retiro, el color de las sombras de la gente sentada en las terrazas, ... Así a cada paso se iniciaba un canon de instrumentos babilónicos que crecía más y más conforme avanzaba.


Fin: Ayer volví a ver a Javier y ya no sabía si estaba desnudo o vestido. De estar vestido, su olor apacible hubiera impregnado su ropa y ésta ya sería parte de él. De estar desnudo, estaría aún contando los lunares de su espalda y nunca repararía en que había vida más allá de sus tobillos, de sus brazos, de sus ojos, de su mente, de su espalda...


A Javier... con dos dedos, acertando las letras que quiero dar.